El árbol de carambolo
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Cuando los dos como pareja recién conformada ocupamos la casa solar en Mayo de 1981, lo hicimos con alegría, esperanza y regocijo. Junto con nuestro pequeño trasteo llevábamos grandes ilusiones, sueños y proyectos por construir entre los dos. Íbamos a disponer de una propiedad que contaba con una casita humilde y en regulares condiciones, pero habitable y, sobre todo, nuestra. Allí empezamos a forjar y a hacer realidad nuestro propósito de formar un lindo hogar.
Por estos días de neo casados nos gustaba visitar a don Simón Vargas y doña Teresa Gallo, paisanos de Caldas. Administraban un hotel frente al aeropuerto Tres de Mayo, llamado El Nevado, nombre que contrastaba con la temperatura de 30 grados de una población asentada en la llanura amazónica. En el interior había un jardín de plantas ornamentales, arbustos y árboles. Entre ellos se destacaba por su altura un árbol de hojas lanceoladas y diminutas flores rosadas que daban origen a unos frutos que desbordaban con creces el tamaño de las pequeñas flores.
Son frutas que crecen apiñadas en las ramas frágiles y quebradizas formando ramilletes pesados y también en el tronco del árbol, en forma de estrella de cinco puntas; su pulpa es jugosa, un poco fibrosa y de sabor ácido. Nos causó admiración el arbolito por sus frutos. Doña Teresa, después de darnos una degustación, nos obsequió algunos. Ya en casa, tras partirlos para licuar y convertirlos en jugo, extrajimos con cuidado las diminutas semillas y las sembramos en nuestra huerta, relativamente cerca de la casa.
Se puede comparar esta semilla tan pequeña con otras semillas de plantas y árboles, como la de mostaza, el conocido y antiguo condimento que Jesús en los Evangelios lo eleva a la categoría de símil para la fe que, si la “tuviéramos como un granito de mostaza” conseguiríamos grandes logros, “hasta mover montañas”.
Con la fe un poco más grande que la semillita de carambolo que introdujimos con cuidado y amor en el seno de la tierra, continuamos forjando nuestros sueños de pareja, que aún no se cristalizaban en el fruto anhelado de nuestro primer hijo. Vimos cómo surgía de la tierra, después de un tiempo, un frágil tallo verde claro, que, lento abría sus alitas en forma de hojas. Lo abonamos, lo cuidamos, lo protegimos de la cizaña y de las plagas, lo regamos en días de sequía. Al mismo tiempo cuidábamos y protegíamos nuestra unión conyugal de las asechanzas del enemigo: el desamor, la falta de atención mutua, la rutina, los celos, la rivalidad y otras muchas plagas que atacan la relación de pareja.
El árbol de carambolo crece lento y perezoso al comienzo, pero cuando logra la mayoría de edad y llega a la adultez se constituye en un frondoso árbol de follaje espeso y grueso tronco. Así mismo era nuestro incipiente hogar. Carecíamos de muchas comodidades y lujos, pero estábamos pletóricos de amor, fe, ilusiones y metas por alcanzar.
Al cabo de cinco años comenzó por fin a germinar en el seno de Flor María la semillita del amor. Estábamos embarazados y dichosos. El carambolo con tres años de vida y tres metros de altura se mostraba radiante y lozano. Todas las mañanas los rayos de un sol amazónico estallaban en sus ramas, produciendo visos de oro brillante que refulgían y enviaban destellos al patio y a la casita de tabla.
En sus ramas anidaban aves multicolores: azulejos, mochileros, arrendajos, loros pequeños, búhos, colibríes y las torcazas que son como palomas silvestres. La algarabía de sus cantos, gorjeos y trinos, según su especie, formaban conciertos musicales en las mañanas y en las tardes a eso de las cinco p.m. Les colocábamos en un mirto cercano bananos, papaya y plátanos para alimentarlos, y así atraerlos y tenerlos cerca con sus conciertos.
El primero de junio del 86 llegó nuestro hijo primogénito a completar nuestro hogar. Al mismo tiempo una torcaza que había construido su nido en el carambolo, llegaba con una ración de alimento en su pico gris y lo dejaba caer con exactitud milimétrica y con maternal cuidado en el todavía débil piquito que abría su polluelo. Entretanto Flor María se aprestaba para darle el seno a su hijo neonato con la ternura de una madre solícita y amorosa.
Este árbol seguía produciendo abundantes frutas en forma de estrellas. Aprovechábamos las cosechas que eran permanentes para hacer, además de los jugos, los dulces, mermeladas y cocteles, que adornábamos con rodajas de carambolo, que simulaban estrellas amarillas, decorando las copas. A nuestros familiares, amigos e invitados les encantaba estas delicias gastronómicas.
El carambolo era testigo de todos los afanes por mejorar nuestra vivienda y parecía sonreír, cuando el sol naciente o poniente, que emergía por entre la arboleda del solar, lo vestía de ropajes dorados o plateados. Al mediodía nos prodigaba su sombra bienhechora y fresca, cuando el sol en su cenit azotaba con calor canicular, elevando la temperatura hasta 30 grados o más en días de varano tropical.
Nosotros continuamos con los quehaceres diarios que iban tejiendo nuestra vida: el uno como docente de colegio y ella como ama de casa, gerente del hogar, modista, enfermera y jardinera y, además, cuidadora de sus hijos que, siendo pequeños, los llevaba de la mano al jardín o a la escuela. El tiempo pasaba, hasta completar nuestra familia con los otros dos hijos que nacieron, a los dos años el segundo y el menor, después de cinco años.
En medio de los juegos y travesuras infantiles, descubrieron que escalar el árbol era toda una proeza. Empezaron a trepar al carambolo y desde él se trasladaban como Tarzán en la selva a un guamo cercano. También armaron con lazos y manilas improvisados columpios en sus ramas. El carambolo los aceptaba y los acogía entre sus brazos, sin enfadarse, como lo hacía con los polluelos de los pájaros que en él anidaban.
El tiempo seguía su marcha inexorable. Veíamos cómo la casa se iba transformando poco a poco con las remodelaciones que hacíamos. Los hijos ya adolescentes cursaban sus estudios y pasaban las etapas escolares, bachillerato y universidad, en ciudades diferentes y distantes. Cuando llegaban de vacaciones, el carambolo estaba ahí para ellos, como lo hacíamos nosotros, para brindar la bienvenida, acogida, amor y ternura.
Finalmente se graduaron de profesionales y los vimos volar a otros lares para tomar sus rumbos cada uno, tal como abandonaban sus nidos los polluelos ya crecidos, al desplegar sus alas y alzar el vuelo, dejando triste al carambolo, su casa paterna.
Periódicamente podábamos el árbol que se iba haciendo añoso. Ya contaba con tres décadas de vida, como fiel testigo de nuestra historia familiar, de nuestros hijos y de los que por temporadas vivieron en nuestra casa.
Pasó el tiempo y el carambolo rebasaba la cuarta década, 41 años. Fue cuando una plomiza mañana de marzo, acompañada de una pertinaz llovizna, nos dimos cuenta que nuestro emblemático árbol, que otrora parecía un roble, que no lo doblegaban las adversidades del tiempo, se nos mostraba decrépito, sus hojas y ramas se marchitaban famélicas. Sus frutas ya no eran grandes y exuberantes y abundantes hojas secas empezaron a tapizar el piso a su alrededor, como preparando su tumba. Ante el inminente peligro de que sus parcas más grandes cayeran sobre el techo de un pequeño estadero, tuvimos que tomar una dolorosa decisión: era preciso aplicarle la eutanasia.
Para realizar esta muerte asistida, sin consentimiento del enfermo, tuvimos que llamar a un profesional médico de árboles, en nuestro caso al jardinero de confianza, para que acelerara la muerte del paciente desahuciado, con la intención de evitar mayor sufrimiento y dolor inmenso y protegernos de una caída repentina y estruendosa, ocasionada por algún vendaval, de fácil ocurrencia en la Amazonía.
El día acordado con el jardinero fue el miércoles 12 de abril de 2023. El sol se asomaba perezoso y mortecino por entre la nubosidad de aquella mañana, que presagiaba un día frío y de escaso sol. El matarife de árboles llegó acompañado de dos asistentes, armados de motosierra, machetes y hachas, como si fueran a eliminar a un peligroso delincuente.
Empezamos a hacer el duelo desde que los vimos llegar a la puerta de la casa. El manipulador del arma más letal, la motosierra, esa que utilizan los paramilitares para las ejecuciones más sangrientas, se trepó impávido al árbol y desde el copo hacia abajo lo fue destrozando por pedazos y los que quedaron al pie del árbol recibían las ramas y las acababan de volver trizas con sus afilados machetes.
Nosotros como testigos mudos y con lágrimas en los ojos, seguíamos el paso a paso de este arboricidio, del cual dejamos registro fotográfico y videos que compartíamos con los hijos ausentes. Por último, vimos con tristeza cómo se descuajaba con la cortada del icónico árbol cuarenta años de historia familiar.
Como en el mito del eterno retorno y de la resurrección, no quedó cortado de raíz y pudimos dejar un pedazo de tronco de dos metros y medio que se resiste a morir y, después de cuatro meses, nos está regalando unos tiernos y verdes retoños que mitigan nuestra nostalgia y recuperan nuestra historia vivida en familia. Y, lo mejor, dejó un joven heredero que lo plantamos con devoción más al fondo del solar, que ha servido de dormitorio a pollos y gallinas en las noches.
Le dedicamos estos versos compuestos por los dos:
EN MEMORIA DEL CARAMBOLO:
Con sus frutos agridulces
Sabrosos jugos hicimos
Con todas las amistades
Muchas veces compartimos
Cocteles y mermeladas
En las fiestas ofrecimos
Degustando sus sabores
A Dios gracias ofrecimos
Javier González Santa y Flor María Aguirre Santa
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